Viaje a la guarida del dragón y el nido de la paloma.
Cerré los ojos para comenzar el vuelo, acallé el ladrido de los perros y los pitazos y me cubrí del frío con el poder misterioso del aroma de las flores. Detuve el curso de los ríos y el viento dejó de empujar las nubes. Entré sigiloso a los tejidos, a la sangre y la linfa con esa destreza con que roban los ladrones.
No me detuve a juzgar los flujos ni corrientes neuronales, ni observé siquiera las endorfinas, o las descargas del cerebro. En lo más profundo de mi alma encontré la nada, los espacios vacíos, la oscuridad y el silencio cósmico.
Entonces descubrí la guarida del dragón y el nido de la paloma. Al dragón le duele la soledad camuflada de tu ausencia, le molesta el ruido que hacen otros pasos en tu vida, le irritan los celos y le entristece no poseerte como si fueras un trofeo. El dragón se revuelca en su mística creencia de que eres un ser ajeno, que aparentas estar lejos cuando estás cerca.
Él necesita compromisos y promesas, requiere que interpreten una función de marionetas, que vengas todas las noches con un stradivarius a rezar en mi oído una pieza de Bach. Él se alimenta de problemas y me suplanta cuando lloro como un niño porque no puedo rozar tu piel, ni dormir respirando el olor misterioso de tu cuello. Echa fuego por sus fauces cuando hablas con otro, cuando taconeas por la calle y mueves las caderas, cuando te ríes con un tercero y declaras a voz en cuello que estás defendiendo tu derecho a darle un poco más de amor a los limoneros, a esas diminutas conchas de la playa donde te rindes.
Allí también habita la paloma: arrojando luz sobre las flores, sobre los campos de trigo y las fachadas de los edificios de mi calle. Eterna y alerta, impasible ante el paso del tiempo como si fuera una caravana de soldados, arropada por el místico zurrón de la fe en el amor que nos tenemos.