Lucha de Contrarios
¿Recuerdas aquella noche que subimos la escalerilla del avión y las manos más queridas se quedaron danzando tras la línea de aduana, como hojas secas sorprendidas por el remolino, repartiendo adioses y deseando buena suerte, en un postrer intento de no llorar demasiado? ¿Recuerdas que nos despedazamos, cuando nos quedamos solos, a golpe ofensas y reproches durante las nueve horas del viaje? Y cuando te diste cuenta que no podías conmigo llamaste a las dudas y los miedos.
Entonces pedí ayuda al solecito de aquella mañana de domingo que nos esperaba en Madrid, tan ingenuo y juguetón como todos los soles del mundo. Mientras tú insistías en ser mi enemiga y blandir todas las espadas, la costumbre que estaba de tu parte y un enjambre de silencios que amenazaban con acorralarme, en esos rincones del mundo donde no conocía a nadie.
Pero de la misma forma que se van humedeciendo las fachadas de los edificios cuando llueve, fui resolviendo acertijos y encontrando las claves, a los riachuelos del bosque siempre los alimentan manantiales y las aves no esperan el invierno allí donde pasaron la primavera.
A cada duda les retoqué el maquillaje y las transformé en razones, a los miedos les miré directamente a los ojos y se quitaron sus máscaras, no eran más que oportunidades. Cuando la seguridad se fue pasando a mis filas cambiaste de estrategia y me pusiste delante de las narices al ego con apariencia de ciervo asustado.
Pretendías empujarme por esos trillos donde se atraviesa el bosque de la vida más tranquilo, sin tantos sobresaltos, a esperar el día de la partida sin el roce salvador de una mano, a no tener absolutamente nada de que arrepentirnos, por no haber tenido valor suficiente para amar a nadie.
Y entonces te diste cuenta que estaba atado bien fuerte al mástil de los principios y tus cantos de sirena pasaron de largo con las quejas y excusas propias de los cobardes. Ahora vas de mi mano totalmente amaestrada, obediente al cabestro que empuño cada mañana, como el gigante deslumbrado ante el coraje y la astucia de su amo meñique, en el cuento del francés Laboulaye. Por fin sabes que la peor de tus cabezas cuelga en las paredes del salón de mi casa y que no debías llamarte Soledad, más bien Espera, siempre que tengas lidiar con temerarios.