Crónicas de Cuba. Una casa en la playa
Resulta que nos asignaron una casa en la playa de Santa María por una semana y la alegría no hay manera de explicarla, a menos que hayas vivido en La Habana algún agosto de tu vida. La euforia se nos aplacó un poco a un vecino y mi familia cuando nos hicimos la siguiente pregunta:
¿Y cómo vamos?
"Conseguimos" con un primo de mi vecino que trabajaba en una gasolinera, quince litros de gasolina y se la ofrecimos a un médico amigo mío, que tenía un polaquito. El hombre dijo que si, pero cabían, como mucho dos mayores y dos niños.
No me explico como metimos en el saca puntas aquel los calderos, los cacharros de la cocina, un ventilador que había que amarrarlo fuerte porque estaba hecho con una hélice casera y el motor de una lavadora, y aquello se iba, una colchoneta, mosquiteros y un cubo para ducharse. La ropa para las camas, las toallas y la madre de los tomates, una cocina de luz brillante, además de la mujer de mi vecino, la mía y los dos niños que teníamos, uno cada una familia. A mi vecino y a mí, no nos quedaba otra que zumbarnos el trayecto en sendas bici, de aquellas chinas que pesaban más que un matrimonio mal llevado. Miré en un mapa viejo que tenía y pude calcular que unos cincuenta y dos kilómetros, con varios cacharros en la parrilla, que no cupieron en el polaquito, por la sencilla razón que no le cabía ni un alpiste a mandarriazos.
Por momentos, tuve la impresión que terminaría el viaje en ambulancia, pero llegamos contra todos los pronósticos. No es que fuera tanta la distancia, sino que la gasolina que yo usaba entonces por allá, era de bajo octanaje. Cuando llegamos a Guanabo, había un chiringuito abierto donde vendían algo. Hicimos la cola sin preguntar que vendían y resultó ser unos vasos de cartón que les decían pergas, con frijoles blancos. Me los tragué casi enteros y milagrosamente no me desmayé ese día y pude bañarme una semana en la playa.