Fabricando asombros con retazos
Antonia tenía una molestia en el codo izquierdo y por donde quiera que pasaba, chocaba precisamente con algo que se lo recordaba. Era un huesecillo que sobresale y no recordaba si se había hecho daño con algo, si era artrosis o Dios sabe. En el meñique del pie derecho la media también le rozaba y le provocaba una molestia rara, como una sensibilidad extraña y un mediodía se puso las gafas y por mucho que miró, no notó ninguna magulladura, incluso buscó una lupa y nada, la piel estaba igual de arrugada que el resto del cuerpo a sus muchos años. Entonces recordó que su abuelo decía que después de los sesenta, si amaneces sin que te duela nada, es que te has muerto y se le escapó una sonrisilla maliciosa, recordando la gracia con que lo dijo. Se le olvidó lo del codo y el dedo meñique en un santiamén, porque el foco de su atención fue a parar al asombro de las cosas que uno vive a ciertos años.
A veces le costaba conciliar el sueño y se molestaba porque no había ningún motivo aparente, no había tomado café ni tenía ninguna preocupación nueva revoloteando cerca de la almohada. ¿Entonces por qué diablos se pasaba media hora después de acostaba dando vueltas como una peonza? Se levantó e hirvió una tizana que, para más desgracia estaba amarga. Se sentó en la mecedora del salón otro rato a leer, sin enterarse del hilo conductor del libro, roto por los cabezazos y el disgusto del desvelo. De repente pensó que sería mejor irse a la cama y quedarse allí sin hacer nada, pero nada de nada, y ver lo que pasaba. Y se fue a vivir eso de no tener sueño pasada la media noche, a asombrarse de la forma en que, luego de estar el santo día despierto, al sueño no se le ocurra venir a visitarnos. Y se quedó tranquila pensando que ya hacía mucho tiempo que no ponía despertadores, ni la molestaba la tos pegajosa de su niña en la habitación de al lado. Y arrullada por ese asombro de no importarle conciliar el sueño, se quedó frita quien sabe cuando.
Y le fue tomando el gusto a asombrarse de vivir cosas nuevas, hasta que un día pensó que le quedaba poco en este mundo para vivir asombros y, por un momento sintió la tristeza de las despedidas, el inminente final de todo y la invadió un escalofrío, un miedo que reconoció enseguida, porque la acompañaba sin hacer muchos ruidos, desde que siendo niña, su madre la dejó asomarse a mirar la palidez de su abuela, el día que se cayó en la cocina y algo se le escapó volando por la ventana.
Pero, como ya estaba entrenada, logró por un momento transformar la tristeza que la invadió, en asombro por vivir el momento de la muerte que vendría.