Pasando gato por liebre
Me puse alerta para descubrir mis miedos, para desenmascararlos, porque tengo que reconocer que son ladinos, salmones acabados de pescar, dolorosos los degenerados, con más espinas que un cardo borriquero, afilados y capaces de encajarse en los afectos, en la conducta cotidiana y destripar de un bocado todo lo que se parezca al asombro, y la curiosidad ante lo nuevo. Tuve estremecimientos, el caparazón de un erizo cuando se acerca un depredador y esa parálisis del sistema digestivo que tanto molesta. Y de repente sentí que quería hacerlo, porque enfrentarlos, no era mi mejor salida, ni la más aconsejable o prudente, simplemente era la única que tenía.
Mi marido iba en su barca con dos remos: Esa Laura y Yo, y le importaba un rábano otra cosa que no fuera ese faro reptiliano que tenía en el occipucio, ese impulso primario que lo empujaba a revolcarse entre sus tetas, sudores y gemidos, sin perder lo demás que yo le daba. Y se me ocurrió que viajando en globo, por alguna avería, debería tirar el lastre por la borda, lo que menos le importaba: una tajada de guanábana que pesaba una tonelada, o las alas de un colibrí de apenas unos gramos. Y entonces entendí de pronto la intranquilidad que reinaba en el sitio de nuestra cama, donde cada noche, seguramente libraba su batalla, entendí lo huidizos que se habían vuelto sus ojos cada mañana.
Empecé a rodar la película de mi vida sin él, el fantasma que fabricaría cada madrugada, con dos brochazos de lujuria debajo de sus pestañas y los músculos tensos por la faena. Pedí un adelanto del sufrimiento a mis neuronas cada vez que Iván me preguntara por su padre. Y estaba tan apretado el nudo en mi garganta, que me dejó sin resuello el tiempo suficiente para decir basta, con la lengua trincada entre las quijadas y, por fin empecé a hacerme las preguntas que odiaba:
- ¿Mi afán de conservar la relación viene del miedo o del amor? ¿Lo odio porque no me quiere o porque yo misma no me quiero?
Y empecé por perdonarme y perdonarlo, por rebuscar en los cajones de mi mente los recuerdos más bellos, enjugarlos con una lágrimas y decretar mi agradecimiento, luego aferrarme al clavo ardiendo de la misteriosa curiosidad ante las cosas nuevas, la alquimia de transformar el desconsuelo en asombro, de recoger del fondo, los restos del naufragio y diseñar una balsa para seguir remando.
Cuando el sol hizo su primer asomo de aparecer a lo lejos, ya me sentía tranquila y había encendido una cerilla de bondad en mi pecho, entonces dije: ya sé lo que le voy a decir cuando venga.