Una cara de la sociedad donde vivo
Tenía limpio el disco duro cuando llegué a Madrid en la primavera de dos mil cinco. Era un "pescao en tarima" con los ojos abiertos y no veía nada: leones buscando en los contenedores de basura y otros que pasaban por la calle en un lamborghini o ferrari del año. Y no tenía a nadie a quien preguntar cómo ganar un poco de dinero para no ir a parar debajo de un puente el mes que viene. Recuerdo que me ponía una mochila a la espalda con un bocadillo y un litro de agua y salía a encontrar trabajo: me guiaba por las torres de las grúas de construcción y allá iba. Pero con mi cuerpo serrano, más de cincuenta años y músculos de relojero que tengo, ningún encargado se atrevía a emplearme. Un día encontré a un colombiano que me preguntó si quería faena y juro que no había escuchado esa palabra nunca, así que le dije respetuoso que muchas gracias, pensando que tal vez sería droga.
¿Usted a qué vino entonces?, me dijo
Pues a trabajar honradamente.
El hombre se partió de risa, gracias a Dios se lo tomó con sentido del humor, y ahí mismo estuve limpiando unos sótanos de unos edificios nuevos: consistía en sacar materiales de construcción como bolsas de cemento, losas y cosas así para afuera, limpiar el suelo y volver a organizarlos en palets. Mis manos de pianista echaban sangre por la noche, porque ni sabía que se podían comprar unos guantes muy baratos en los chinos. No obstante cuando me pagaban por la noche treinta euros, se me quitaban las molestias. Así estuve unos quince días.
Después encontré un anuncio en un periódico gratis que ponía: se buscan comerciales, y allá me presenté al otro día. Usted no, me dijo un chico sentado en un escritorio que bien podría ser mi nieto.
¿Por qué yo no?, pregunté de inmediato. Pues porque usted no va a querer hacer este trabajo. Mira hijo: si me pagan y no es delito - siempre estaba pensando en no meterme en cosas raras- hago lo que sea. Vale, pues mañana aquí a las nueve con corbata, sentenció.
Era un enjambre de chavales cuyo promedio de edades, sin contar la mía claro, no llegaba a los veinticinco. En grupos de cuatro o cinco deberíamos ir puerta a puerta a ofrecer una mejora en el servicio de gas y corriente de no recuerdo que por ciento, si cambiaban de compañía. Era imprescindible pedirles un recibo de su actual servicio para tomar el número de cuenta donde les domiciliaría el nuevo recibo. A los quince días del comienzo yo era el que más contratos hacía del grupo, no porque fuera un excelente vendedor, sino porque uno hace cosas de forma extraordinaria, cuando hacerlas es la única opción.
En esos primeros meses en Barcelona, aprendí que al otro lado del charco, con un poco de amabilidad y paciencia, con una sonrisa y buen rollo, si vences el miedo al rechazo y decides ser comercial, siempre tendrás trabajo.