Mirándome sin espejo
Y uno se da cuenta de repente que ha pasado demasiado tiempo sin empaparse en el aguacero, que suena vergonzoso reconocerlo, pero los resfriados nos asustan y preferimos guarecernos, dejarlo para otro día, como si tuviéramos la certeza de que ese otro día, lo tuviéramos guardado en una caja fuerte.
Y entonces haces consciente que la lluvia es vida y que no todas las madrugadas son para consumirlas bajo las sábanas, ni las precauciones para adueñarse de ellas. Te entran deseos incontenibles de revolcarte en la yerba y meter los pies descalzos en el primer charco que encuentres. Son esos días que quieres volver a tomar una carrera de impulso y pegarle un cabezazo al agua de la playa, más que nada por ver si te atreves, si aún te queda de aquella gasolina que usabas a los diecinueve.
Y alguien te susurra en el oído que aproveches ahora que los pies responden, que te apuntes a alguna lista donde, si tuvieras que hacer comparaciones, tu edad sería el doble, tus posibilidades la mitad y tu única motivación el amor hacia ti mismo, hacia tus semejantes y hacia lo que no conoces. Las ganas de decirles a quienes quieran escucharte, que los ataques agudos de miedo son saludables y el crónico una epidemia.
Guardo en mi memoria, acerrojado con una clave que no doy a nadie, esos días lluviosos, los que tuve que quedarme quieto, paralizado y en calma, escuchando las quejas de un inquilino, que en vez de pagarme por vivir en mi cerebro, me cobra una cifra elevada de tiempo: la mente. Días con un ataque de lumbago, que me obligaron a pegarle un vistazo a mis emociones, que El Padre se quitó el cinturón y me obligó a escucharle.
Curiosamente ahora que voy aprendiendo, que le enfoco a mi racionalidad la luz de mi conciencia, el muy pillo se siente descubierto y se va metiendo sabe Dios, en que rincones del Universo.