Confesiones a media madrugada
Timonel: ¡Dos grados a estribor!
Estabas tieso y oxidado como un alambre a la intemperie, sentado en el borde de la cama, como una mentira desnuda sorprendida mientras pasea por la calle a media mañana, ibas con un enjambre de remordimientos en la mirada, con la vergüenza arrugada y sucia y botas de inseguridad llenas de susto. Tenías migajas de un terror pegajoso en la barba y ojeras de arrepentimiento de una semana; los labios resecos por falta de valor y arrastrabas un grillete de hormonas masculinas en la mirada.
Yo estaba misteriosamente triste y tranquila, absorta en la profundidad del barranco por donde te alejabas, alerta al aleteo horroroso de las aves de carroña que se acercaban atraídas por la fetidez del desamor agonizante. Estupefacta por el viaje en cámara lenta de una jarrón de porcelana que se hacía añicos ante mis ojos, repleto de esperanzas de envejecer juntos, de verte al final de la jornada dejar sobre un balance de la sala tu estrés del día y los fardos llenos de tentaciones que hay por esos caminos. Y preparar una ensalada con más comprensión y armonía que sal, barrer con una escoba de yute los miedos a enfrentar tormentas y ríos crecidos de dudas.
Y ya los cuadros de nuestra historia no iban a veinticuatro por segundo ante mis ojos, sino que volaban de dos en dos años, con pasos de Gulliver en el País de los enanos: Una paleta de helado compartida en la que escribimos una fecha, los dos billetes del Ave a Barcelona con la esperanza que no fuera tan rápido, una noche que El Sol no se fue al otro lado del mundo, sino que se quedó con nosotros y los sorbos de vino y tus manos divinamente fuertes y labios y sudores compartidos. Hasta que al pistilo de la flor lo movió demasiado el aire, las ruedas del carro de la pereza pasaron demasiado cerca del barranco, un verbo se fue convirtiendo en sustantivo y no nos dimos cuenta, y ahí estaba la otra historia agazapada, la ráfaga de viento para avivar la llama.
El azul va apareciendo progresivamente en mi mirada y te percibo más niño desamparado, los cachorros de guepardo también lo parecen seguramente, las posturas de los árboles milenarios y las sombras de la tarde hasta que la inmensidad de la noche los devora. Hemos estado en silencio por varios minutos después de revolcarnos las entrañas en un intento infantil de dejar un espía genético en las mucosas del otro, somos dos animales salvajes, una bandada de pájaros que presienten el tsunami y hago un alto en la respiración para que encuentres la oportunidad de poner en el suelo la tonelada de miedos que te aplastan, hasta que no puedes más y rechina al fin contra las paredes de la habitación tu confesión enjaulada: Hay otra mujer en mi vida, dices y callas, callas para siempre como una tumba helada.