Evitar el golpe de calor
Aún me parece ver al viejo llegar al final de la tarde, con la ropa que se podía exprimir de sudor, después de haber sembrado en el surco, su fe en la vida. Abonaba la tierra con perseverancia cada día y no se le notaba martirizado, sino con una sonrisa que indicaba que, más bien estaba disfrutando aquel estilo de existencia que ha caducado en nuestros días.
Hoy andamos como patos sin cabeza quejándonos de todo: del calor y si hace frío, del frío, del viento y la lluvia, de nuestras circunstancias y del cuñado. Y hay un piloto automático que ha tomado las riendas en nuestras vidas, que trabaja en dos modalidades muy simples: a este momento le falta algo para ser perfecto, algo aquí está torcido, no funciona como me gustaría.
En el trabajo cotidiano, hay una suerte de huracán que revuelca todo y los compañeros son una sarta de egoístas que solo piensan en ellos mismos, los que no caben en ese saco son tontos, otros corderos, con la excepción honrosa de la persona con la que estoy hablando y yo por supuesto. ¿Se podría entender tamaña ironía?
La casa es una olla de grillos, los padres unos fósiles inadaptados y los hijos una carga demasiado pesada. De la pareja es mejor no hablar mucho, porque estando tan cerca, puede ser que nos envuelva el remolino. Por más señas dista mucho de lo que uno esperaba, se ha convertido en uno dividido lo que era cuando la conocimos.
De esa forma nos molesta una mosca en la pared y entonces, surge un deseo ferviente de que pase este momento y que sea remplazado por otro donde podré encontrarme a gusto, o me sumerjo en el recuerdo de algún otro, donde todo era maravilloso y divino. Proyectados como bólidos hacia el futuro y el pasado, se nos escapa la magia del ahora.
Recuerdo como me corrían las gotas de sudor embarrado en el hollín de la caña quemada, durante una movilización de militares para cumplir no sé que metas. Me viene a la mente la carreta tirada por un tractor donde iba al amanecer, junto con mi padre y otros campesinos a labrar la tierra, el olor fuerte de las ropas que no se lavaban todos los días. Y entiendo el privilegio que he tenido de no ser esta vez, hijo de reyes, sino de vasallos.
Ahora pedaleo por placer casi todos los días, y en invierno siento como el aire me hiela el cartílago de las orejas y me duelen. ¡Cuanto daría por un poco de sol más fuerte! En verano la camiseta se pega y los rayos del astro rey, amenazan con incendiar la piel al descubierto. ¡Cuanto daría porque fueran más suaves! ¡Hasta que decido aceptar sin quejas!
¿Es realmente insoportable el calor, el frío, la sed o el hambre? ¿Podría tomar las riendas de la mente y aceptar con curiosidad lo que ocurre? ¿Podría prestar atención plena a mi inconformidad ante algo? ¿Qué es lo que realmente me molesta tanto? ¿Si respiro y me sereno, tendría más posibilidades de buscar una solución más efectiva? ¿Podría transformar la ansiedad en asombro? ¿Resuelvo algo con desesperarme, correr más de lo que puedo, dormir menos de lo que debería?
El golpe de calor posiblemente está en nuestra mente insatisfecha, igual que el golpe de frío, el golpe de la no aceptación, de la soberbia de pensar que deberíamos entender todo, resolver todo, controlar todo. Por suerte hay una inteligencia, a la cual no tenemos acceso, una inteligencia que yace en nosotros mismos, en la misma relación que está debajo del agua un tempano de hielo. Seis de cada siete partes de nuestra esencia, si que saben lo que hacen.