Huérfano de miedos.
Mi madre tenía miedo patológico a los ciclones tropicales, a los toros, a los rabos de nube. Ella se empeñó en que el viejo construyera un bunker para pasar allí los aguaceros y las lloviznas de primavera porque le parecía que de un momento a otro se desataría un viento tan fuerte que arrancaría el techo de la casa.
Una vaca amarrada en el potrero pastando tranquilamente para ella era un peligro inminente y me tomaba de la mano con un susto en la cara que parecía haber visto a la muerte.
Ella tenía miedos de todo: que era veneno tomar limón y luego leche y ni se me ocurriera subirme a un árbol a coger una naranja porque podía matarme. Que no montara a caballo y mucho menos en bicicleta, que me pusiera zapatos altos y por nada del mundo fuera a un río a bañarme.
Hace más de sesenta años de aquello, y pude vencer los fantasmas, pude dormir una noche entera sin hacer trenza con mi dedo en su cabello. Pude alistarme en el ejercito y andar con armas de fuego, pude asumir riesgos, vencer obstáculos, levantarme del suelo y volver a intentar.
Tuve qué hurgar en el embalaje donde venía el amor de mi madre, tirar el lastre para encontrar la esencia de su protección exagerada, tuve que equivocarme con mi hija luego, vivir el dolor de no hacerlo perfecto, tener resultados no deseados y hasta opuestos, para poder perdonar, para hacer consciente el profundo sentido de su empeño.
Hoy daría un brazo por el hombro por conversar un rato con ella, del agradecimiento por sus noches en vela, de su pasión por que yo estudiara una carrera, de su proyecto de peluquera en nuestra casa con el suelo de tierra.
Hoy salgo al campo de noche a mirar las estrellas y todas las que alcanzo a ver titilan como los ojos de ella. Se que estará feliz porque sabe que la vida por fin, me ha ido dejando huérfano de miedos.
