La madre del sufrimiento fue una casualidad.
Había una rendija de alcantarilla en el suelo, y se me cayó la única moneda que tenía, me dijo una chica extranjera, de aspecto indigente, de las que en vez de mirada llevan la escenografía de una tragedia.
- ¿Me podrías ayudar con algo para comprar pan? me dijo, y antes que me asaltaran las dudas, le dejé la única que llevaba en el bolsillo. Seguí mi camino y desde todos los balcones me gritaban gilipollas, tonto de la leche que no acabas de reconocer la maldad de la gente disfrazada de mendigos, de víctimas y toda clase de listillos que te mangan, para luego comprar drogas.
Me peleé con los remordimientos, con el borne negativo de la batería, con los telediarios y seguí siendo. De repente otra mañana se me apagó la lámpara e iba por la misma calle donde vi la extranjera de la moneda, recordando la casualidad de encontrarme con ella y, quien les cuenta que ese día llevaba dos monedas: una para el pan y otra para pagarle una hora al Espíritu Santo a ver si me daba tiempo para regalarle un relato al Universo y escribirle a mi hija.
Entonces una esquina parió una casualidad sentada en el suelo, encima de una manta asquerosa, llena de manchas de coca-cola y unas migajas de magdalenas; con el pelo piojoso y unos andrajos por vestimenta. Y miré para los balcones a ver si había gente, porque habría vuelto la cabeza, si no hubiera sido por la casualidad que pude ver dos muñones a continuación de los hombros y más nada. Y le tiré las dos monedas en la manta, mientras mascullaba mi mala suerte.
A la mañana siguiente, que seguía vivo de milagro, fui a dar un paseo por la orilla del río que bordea el pueblo e iba pensando por casualidad, en las casualidades y resulta que de repente me acordé de la maestra que nos ponía granos de maíz y nos obligaba a arrodillarnos encima de ellos, si fallábamos en más de tres productos de la tabla del nueve. Por unos segundos capté la analogía, hice consciente que mi maestra de primaria y una Inteligencia que juega al ajedrez con todos, con los ciegos y sordos, con los listos y despiertos, se parecen como dos gotas de miel de la misma abeja.
La cascada, los árboles que están allí callados como tapias, me dijeron en silencio que las casualidades son unos celajes que empuja la brisa de las tardes, que si uno las mira fijamente, con ojos de curiosidad y asombro, que si el valor nos alcanza para ser humildes y preguntarles para qué sirven, a traer qué mensajes han venido a nuestras vidas, es posible que ocurra el milagro de transmutar el sufrimiento en otra cosa. Y quién sabe si por ese camino, nos encontremos con una vieja amiga que se llama fe en la vida.