Las dunas.
La rueca de la vida va tejiendo el camino con un hilo de respeto a tu libre albedrío y otro de inteligencia divina. Aciertas con un paso cuando subes un milímetro y tu horizonte se amplía, desde las dunas movedizas, aciertas cuando la dualidad se inclina hacia el corazón, cuando la paciencia te guía, cuando la compasión asoma su nariz amorosa entre los promontorios escarpados de las dudas.
Aciertas cuando te pones las gafas de aceptación de lo que es, cuando haces un espacio en tu día a día para dar cabida a la humildad de reconocer tu grandeza.
Entonces subes y a lo lejos distingues la inmensidad del mar, la infinitud que yace en cada minúsculo grano de arena y notas como el viento de la tarde te acaricia el pelo, aunque no puedas verlo.
Y el caminante que ha ido a disipar el calor de las aceras y las paredes de cemento, que ha salido en busca de espacios donde tomar aire fresco, se queda por un momento paralizado por un rayo de comprensión, por una sospecha que le detiene por un instante su carrera ciega, se queda absorto contemplando los granitos de arena de las dunas.
El surgimiento milagroso de la espuma en las crestas de las olas, las burbujas que juegan a desaparecer en la playa sin importarles nada, las gaviotas que andan sin equipaje, ni documentos absurdos de identidad, el abrazo amoroso en la distancia de dos azules y de repente, como si fuera un rayo que ilumina todo en la oscuridad de la noche, el caminante se da cuenta, es consciente.
A veces, caminando despacio por las dunas de la playa, si estás alerta, puede ser, si casualmente fuera tu momento, que el milagro ocurra y te des cuenta.
