Para venir de nuevo al mundo.
Iba descanso por la orilla celebrando sus ochenta y seis victorias contra el miedo y la desidia. Se tambaleaba con pasos inseguros y por momentos parecía que bailaba un vals con las olas que lo saludaban.
Buenos días, le dije con ánimo y curiosidad. Entonces escuché ese tono de voz que parece el claxon de un coche, cuando tiene descargada la batería. Le dije que los paseos por la playa eran una buena medicina y de repente se desabotonó los ojales superiores de la camisa y me mostró una cremallera en la piel, como quien muestra una medalla.
A mí, no hay medicina que se me resista. Y sonrió con los ojos, porque hasta mover los labios, parece que le costaba.
Y de repente me contó que hoy cumplía ochenta y seis vueltas alrededor del Sol y que cada día, lo consideraba uno de esos minutos que conceden los árbitros, al final de los partidos de fútbol.
Y por un momento, la compasión se me metió por la piel como si fuera el aguijón de una abeja y a penas podía sostenerle la mirada. Quién sabe con que mezcla estaba fabricando una lágrima, qué comparación y matemáticas estaba haciendo yo, con que analogías me estaba envenenando.
De pronto el hombre pareció entender lo que yo rumiaba y no sé de dónde sacó fuerzas para una carcajada. Perdón, me dijo. ¿Todavía no te has dado cuenta que para volver a este mundo, una y otra vez, hasta que aprendamos la lección del amor con mayúsculas, es necesario que el cuerpo envejezca, que se agote y muera, para que la luz del espíritu brille de nuevo?
Hay veces que se acaban las reservas de palabras para decir hasta luego, hay veces que uno no encuentra la forma de despedirse de un ángel que paseaba al amanecer por la playa y tuvo la amabilidad de parar su vuelo y adoptar la forma de un anciano.