El yelmo de Mambrino (II)
Era una de esas redes de mercadeo que nacieron al otro lado del mundo, donde se negocia con subidones de adrenalina que se padecen a ciertas edades y se venden mezclados con ilusiones en mazos de cinco, y luego se subastan en el mercado de los que se atreven.
Si bien es verdad que la calidad asomaba la cabeza sobre el muro de la media del producto, pero el éxito se basaba más que todo, en las garras y el pico de la nueva raza de aguiluchos que iba naciendo. Así que muy pronto se dio cuenta que el meollo del asunto estaba en duplicar esos pequeños grupos de gladiadores y algunos clientes.
Los primeros dos años fueron una mezcla de descubrimientos y retos porque es imposible seguir poniendo te, en una taza llena, si están al borde de derramarse y hay que desaprender a la misma velocidad que se aprende. Entonces una sencilla y humilde filosofía lo llevó a entender que primero hay que ser, luego hacer y por último tener las cosas que quieres, y creció su voluntad de cambiar las gafas para mirar los negocios y las relaciones con sus compañeros.
Supo que era imprescindible convertir las de mando y ordeno, en cooperación y acuerdos. A la vez mejoró su salud y sus ingresos fueron creciendo con cada paso de las compensaciones residuales y el volumen de organización que se fue duplicando casi por inercia.
Ahora viajaba constantemente a reuniones y lugares insospechados para ir pregonando las ventajas y beneficios de sus productos y una manera nueva de negocios heredados de las entrañas del capitalismo que, no obstante, se le antojaba justa por dar a cada cual según sus capacidades.
Y ayudar a otros se convirtió en su principal estilo de trabajo, a la vez que se ayudaba a si mismo, con todos los engranajes humanos que ese paradigma requiere. Y si antes dedicaba tres cuartas partes de sus días al oficio de encargado de hostelería, ahora empleaba horas y horas para hablar poco con mucha gente y trabajar con el que quería y luego le daban las cuatro de la madrugada leyendo libros que explicaban como las águilas se destrozan el pico contra los acantilados y luego se arrancan las plumas viejas para que las nuevas le permitan seguir volando, no a ras del suelo, sino tan alto como ellas quieran, hasta el resto de sus vidas.
El trineo de sus finanzas resbalaba de maravilla sobre la confianza de los clientes y su mujer ya había recuperado la calma, los niños se empezaban a parecer cada día más a su época y menos a lo que él quería, porque sin darse cuenta, otra vez los había dejado funcionando en piloto automático, aplastados por la soledad de las reuniones que no paraban, por el misterio de no entender que trabajo es ese tan malvado que se tragaba al padre mientras ellos dormían y lo vomitaba si acaso los sábados por la tarde, aletargado y ausente, incapaz de jugar un rato al fútbol o contarles una historia de Blanca Nieves.
Por eso cuando el anciano misterioso se cruzó en su camino y le dijo aquella tarde en la gasolinera que, si permitía que le limpiara el parabrisas, se quedó mirando, porque no podía entender que alguien tuviera que pedir limosna para comer a esos años.
- ¿Qué caminos hemos tomado tan diferentes? le preguntó.
Entonces le llamó la atención el tono pausado de la voz del viejo y el conato de sonrisa que no se apagaba.
- ¿Y qué te hace pensar que estamos tan lejos? Respondió preguntando sin insolencia.
-Pues que voy en Mercedes y tú pides limosna, le soltó sin remilgos.
-Invítame a un café y veré si puedo hacer algo para que entiendas, remató el anciano sonriendo.
Entonces estuvieron sentados en una barra, la media hora más larga de la vida del cocinero millonario y seguramente también, la más productiva. El anciano le hizo las preguntas que siempre habían rondado su cabeza como abejorros, pero a las que nunca enfrentó con ánimos de encontrar respuestas.
Casi cuando se marchaba le recomendó que hiciera un recuento de sus años y mientras iba agarrando los dedos de su mano izquierda con la derecha, iba diciendo para qué servía cada salto en el tiempo.
De pronto el cocinero atisbaba por donde iba el juego del anciano y tal vez el de su vida, se iba arrimando a la sombra de un cedro milenario, buscando reposar su osamenta para poder continuar el camino.
Se levantó ese día sin prisas y en vez de revisar las tareas planificadas, se puso a escuchar a su mujer sobre el nieto mayor que había ganado un partido de fútbol en el campeonato del cole. Le dijo que el viernes próximo por la tarde serían las eliminatorias y que ella iría con su hija para apoyarlo. Ahí mismo, sin decir nada, se apuntó en la agenda el sitio del encuentro.
Por la tarde fue a visitar a los padres que se pusieron a contarle lo lenta que iba la recuperación de la prótesis de cadera de la madre y sobre un presupuesto que le hizo el dentista al papá para dos implantes. Se asombró un poco al ver que en su calendario iban apareciendo cada vez más eventos en verde claro, que era el color asignado a asuntos personales.
Y el matiz de sus ocupaciones fue cambiando con los días y semanas y llegó a pensar que había captado muy bien el mensaje que El Universo había puesto en su camino aquel domingo por la tarde. Pasaron meses y fue descubriendo cosas que siempre estuvieron al descubierto, aristas de su vida personal, recuperó amigos olvidados y conversó con ellos de temas intrascendentes, sin hacer juicios de los derroteros que habían tomado sus vidas, sin sentir la necesidad de que los otros supieran lo bien que él lo había hecho todo.
Fue poco a poco adquiriendo habilidades para hacer preguntas a sus hijos que demostraran su sincero interés por sus asuntos, se fue armando de paciencia y estuvo atento a ese espacio amoroso que nos está permitido tomar, entre cada pregunta y su respuesta, entre cada circunstancia y cómo la interpretamos, entre cada pensamiento y la emoción que desencadena.
Pasaba mucho más tiempo con su esposa y de pronto se atrevió a profundizar en sus intereses, supo que mientras él estaba en ese letargo de ausencia enmascarada, ella había estado al tanto de todos: que si la más pequeña de sus hijas necesitaba ayuda para terminar una maestría y no tenía con quien dejar al más pequeño, allí fue ella, que el mayor tuvo ciertos conflictos de pareja y quería comentarlo con alguien, pero el Papá estaba en el extranjero y aunque prefería una opinión masculina, al menos que fuera ella.
Incluso se ocupó de la familia de él, de su cuñada que contaba con pocos ingresos y más que todo de los suegros a quienes visitaba con frecuencia, siempre encontrando justificaciones de por qué no venía su marido. Un día la suegra, que era la que menos azucaraba las palabras le dijo: a tu marido lo maneja el viento.
De repente tuvo claridad de que ahora había hecho el más revolucionario ajuste en las velas de su vida, se dispuso a seguir por esa senda y supo que no habría sido posible si antes no hubiera sembrado. Entonces le pareció entender lo que había dicho el anciano cuando tomó el meñique de su mano izquierda y dijo que el resto de la vida después de su edad era un regalo, que no fuera tonto y lo aceptara.
Y sintió como se aliviaba de llevar un fardo, pudo mirar con claridad la zanahoria que una sabiduría misteriosa se había encargado de mantener delante de sus narices, pero…
Otra voz fuerte se levantaba dentro caprichosamente, un reclamo de guepardo hambriento que quiere seguir cazando en las llanuras, un banderín clavado en un costado que no paraba de empujarlo al ruedo.
Porque siempre quiso ayudar a los más débiles, entrenarlos en el arte de vencer las dificultades y echaba de menos mirar a los ojos de la gente y hacerles entender que si él había podido, cualquiera puede. Tan profunda tenía esa necesidad de lidiar con lo que es, de encontrar algo que no estaba bien, algo que faltaba para que cada minuto de su vida fuera un magnífico escenario para una nueva batalla. Y no paraba de aleccionar a sus hijos, ni renunciaba a mostrarles el camino por donde él había transitado.
Una tarde fue a visitar a su hija mayor y algo le revolvía las tripas al constatar que vivían declinando pequeños deseos, que ajustaban cada cosa a las posibilidades de un sueldo, se privaban de viajes, y vendían muy barato los mejores momentos de sus vidas a cambio de unas monedas para seguir reptando por los días y su respiración se acortaba con cada pensamiento.
Hasta que no pudo más y salió al balcón con su nieto de once años a llamarle la atención sobre las cosas que tenía en mente. Le dijo casi con rudeza que esperaba de él algo diferente, que no podía defraudarlo como lo hacía su madre. Y entonces el chaval miró al abuelo por unos segundos que a él le parecieron eternos.
-Yo creo abuelo, que nosotros estamos a gusto con lo que somos, mientras amamos lo que hacemos. Y se quedó como si hubiera rezado un padre nuestro.
Ahí mismo se puso tieso el cocinero, porque las palabras del nieto se le colaron por una rendija de su soberbia, con la inocencia y el asombro de esa etapa del primer dedo. Y aquella tarde estuvo sentado en un parque varias horas, mirando como caían sin esfuerzo las hojas en otoño, mientras que allá dentro, al compás del silencio, creía ver la paz que él añoraba, en los ojos del anciano risueño.