Sorprendido infraganti respirando aire puro.
Resulta que salí a caminar un rato por las afueras de la ciudad, en una indescriptible mañana de primavera.
Iba como si fuera un animal salvaje, que después de pasar un tiempo encerrado, lo han liberado en el monte, iba poniendo los pies en una alfombra de libre albedrío, en un abanico de sensaciones guardadas no se donde que uno a veces saca, de un zurrón misterioso que llenó cuando era niño.
Y de pronto me sorprendió una oleada de azahar que me brindaban unos naranjos, una de esas bofetadas cariñosas que te da la vida para que te atrevas a quitar los filtros y oler a pulmón abierto.
amordazado
Entonces me quité el ridículo tapa hocico al que han puesto el apellido obligatorio, y miré hacia arriba a ver si había algún dron espiando. Como no vi nada más que un cielo inmenso y despejado, me puse a respirar hondo, para que en algún secreto rincón de mis recuerdos, volvieran a vivir los naranjos de la finca del tío materno, al que íbamos a visitar también en primavera.
Pues quien les cuenta que por el camino polvoriento, vi que se acercaba un gendarme. Entré en pánico.
Ni corto ni perezoso comencé a buscar en los bolsillos el instrumento de tortura, el cinturón de castidad de esta era, la patente de corso, estrella de David de los corderos que, aún en el campo, tienen que acatar e ir callados y obedientes.
Mi desesperación iba en aumento porque ni atrás ni adelante aparecía y entonces... tomé un pañuelo de papel que por suerte llevaba y lo usé con gesto de quien lleva contrabando.
Aquel me miró con recelo, pero decidió al parecer, que no valía la pena penalizarme, seguramente porque algún misterioso instinto le predijo que no iba a pagar la sanción.
Seguí con pañuelo de papel salvador para atravesar el camino más poblado hasta mi casa, como un venado que huye de los cazadores, de los otros animales del bosque que miran extrañados.
Y de repente, con ese gesto que hacemos los bípedos, de adelantar el brazo contrario a la pierna, observo que en el antebrazo, me había atado la dichosa mordaza de marras.
Me estuve riendo un buen rato, por no llorar claro, me estuve riendo de lo ingenuo que somos, por no decir otra cosa.